Guayana producto de una Quimera
La
herencia de Berrio
Final
de los Ilusos
La atracción que el oro ejerce sobre la
humanidad es antiquísima a juzgar por los textos bíblicos y fábulas del
vellocino de oro y el Jardín de las
Hespérides guardados celosamente por dragones, de manera que cuando el
europeo comenzó a incursionar en tierras indoamericanas y vio pepitas de oro colgando en los collares de los Guayanos,
se dejaron arrastrar con la misma fuerza irresistiblemente ambiciosa del
hombre por uno de los metales per se incorruptibles.
La atracción fue
abismalmente incontrolable, hasta el punto de que centenares de europeos no
pudieron salir jamás del foso de la ilusión áurea que como trampa se
multiplicaba sobre la inconmensurable selva que separa al Orinoco del
Atlántico. Quedaron hundidos para siempre en la tierra que reservaba sus riquezas para las generaciones de otros
tiempos seculares.
Definitivamente, en Guayana está El Dorado,
mágico símbolo de una ciudad fabulosa tocada
en cada piedra por la mano taumaturga de Midas y en pos de esa ciudad habrían podido venir los héroes o semidioses de
la mitología griega o romana, pero sólo se atrevieron temerarios hombres
de carne y hueso, entre los más connotados, el conquistador Diego de Ordaz, primero en remontar hasta el meta el
Orinoco, dar referencias de él y bautizar con voz indígena autóctona a
la región de Guayana; Antonio Sedeño, muerto en el intento, envenenado por una
de sus esclavas; Diego Fernández de Serpa, gobernador de Nueva Andalucía, emboscado
y muerto por indios Cumanagotos cuando se dirigía con su expedición hacia el Orinoco; Antonio de Berrío, primer
Gobernador de Guayana; Walter
Raleigh, el primero en escribir un libro sobre el "Descubrimiento, vasto,
rico y hermoso imperio de Guayana", con una descripción de la áurea ciudad de Manoa; y, Manuel Centurión,
segundo Gobernador desde la Nueva
Guayana de la Angostura del Orinoco, quien a mediados del siglo XVIII
decidió vanamente los últimos intentos por dar con el fabuloso Dorado que no pudieron hallar acá ni allá en
el Occidente los gobernadores Welser Ambrosio Alfinger, Jorge Spira, Nicolás
de Federman y Felipe de Hutten, como
tampoco el fundador de Bogotá, Gonzalo Jiménez de Quesada, explorando a lo largo del Magdalena ni menos Sebastián de Benalcázar,
fundador de Quito y Guayaquil, quien se aproximó al Lago de Guatavita en la meseta de
Bogotá.
Nada pudieron estos pro-hombres de la aventura
y la conquista. Para ellos el fabuloso país
de los Omaguas con su centro capital en Manoa, a la orilla del Lago Parima, custodiados, no por Dragones de cien cabezas como en el jardín de las Hespérides penetrado por
Hércules para llevarse las manzanas de oro, sino por seres descomunalmente
extraños como los Ewaipanomas pintados por Raleigh.
Quien más se afanó por buscar la ciudad de El
Dorado desde Nueva Granada fue Antonio de Berrío, heredero por dos vidas de las
Capitulaciones de su tío político Gonzalo Jiménez de Quesada. Berrío realizó tres expediciones: la primera por el río Casanare
y el Meta hasta llegar al Orinoco, pero sin pasar el Raudal de Atures;
la segunda, cruzando los llanos de Casanare y Meta hasta la banda oriental del
Orinoco; más la tercera, y definitiva,
cubriendo toda la trayectoria del Orinoco hasta acampar en la
desembocadura del Caroní.
Este segoviano tomó posesión de Guayana el 23
de abril de 1593 después de sus tres
expediciones en once años y un gasto de cien mil pesos de oro, a través
de su lugarteniente el Maestro de Campo Domingo de Vera Irbagoyen y el Registrador del ejército Rodrigo de Caranca. Desde aquí, luego de la fundación de Santo Tomás de
Guayana el 21 de diciembre de 1595,
se buscó y descubrieron los medios más fáciles de entrar y poblar la extensa y dilatada provincia incorporada
al Reinado de España entonces en manos de Felipe II.
Después de las más
penosas vicisitudes, hostilizada sin cesar por corsarios y piratas de países rivales
de España, la ciudad en ciernes sobrevivió varias leguas más arriba frente a la
Piedra del Medio, justamente en la parte más
angosta del Orinoco y desde este centro capital los gobernadores
sucesores de don Antonio de Berrío fueron colonizando y consolidando la provincia olvidándose de la quimera o
espejismo de El Dorado y afianzando su estancia social y económica en
otras posibilidades.
El fraile Antonio
Caulín, cronista de las Misiones y uno de los tres capellanes
de la Expedición de Límites, no creía en El Dorado. Si fuera cierta esta
magnífica ciudad y sus decantados tesoros -decía- ya estuviera descubierta,
y quizás poseída por los holandeses de Surinam, para quienes no hay
rincón accesible donde no pretendan instalar su comercio, como lo hacen
frecuentemente en las riberas del Orinoco y otros parajes más distantes,
que penetran guiados por los mismos indios que para ellos no tienen secreto oculto.
Tanto para Caulín como
para los demás expedicionarios de límites, El Dorado
era otra realidad que no alcanzaban a ver lo ilusos: La realidad de los
ingentes recursos naturales de Guayana que debían explorarse y explotarse
con la ciencia, la tecnología adecuada y el trabajo productivo. La Expedición de Límites
traía, además de la misión oficial de demarcar fronteras, proyectos que tendrán
relevancia en el tiempo.
Entre 1735 y 1743
aparece el hierro, un mineral que significará mucho en el
porvenir de la región. Surge en una mina de Capapui de Upata y de la cual es
enviada una muestra a la Corte de España junto con otras de oro y
plata. Asimismo, aparecen en Angostura y del cual da cuenta el franciscano
Antonio Caulín en su Historia de la Nueva Andalucía. Los vestigios
del mineral se localizan en un paraje de las inmediaciones de Angostura en
cuyo sitio habrá de asentarse la capital de la provincia de Guayana: En este
cerro se encuentra en abundancia una especie de piedra, que juzgo es la que
llaman esmeril, muy parecida al mineral de hierro y que suplirá
la falta de este metal para socorro de metrallas, si se fortificase aquel paraje, como se
intenta y lo considero utilísimo para sujeción de las naciones pobladas, especialmente los Caribes, para contener el ilícito
trato y comercio de éstos con los
holandeses, que por descuido o gratificación consiguiesen el paso franco en la Guayana; en fin, será de esta
suerte la llave del Orinoco, con que
se cerrará la puerta a los gravísimos daños que por ella entran, en
perjuicio de ambas majestades, de que daré, si se ofreciese, evidentes pruebas.
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