domingo, 6 de mayo de 2018

I-El Dorado


Guayana producto de una Quimera
La herencia de Berrio
Final de los Ilusos
La atracción que el oro ejerce sobre la humanidad es antiquísima a juz­gar por los textos bíblicos y fábulas del vellocino de oro y el Jardín de las Hespérides guardados celosamente por dragones, de manera que cuan­do el europeo comenzó a incursionar en tierras indoamericanas y vio pepitas de oro colgando en los collares de los Guayanos, se dejaron arras­trar con la misma fuerza irresistiblemente ambiciosa del hombre por uno de los metales per se incorruptibles.
La atracción fue abismalmente incontrolable, hasta el punto de que cen­tenares de europeos no pudieron salir jamás del foso de la ilusión áurea que como trampa se multiplicaba sobre la inconmensurable selva que separa al Orinoco del Atlántico. Quedaron hundidos para siempre en la tierra que reservaba sus riquezas para las generaciones de otros tiempos seculares.
Definitivamente, en Guayana está El Dorado, mágico símbolo de una ciudad fabulosa tocada en cada piedra por la mano taumaturga de Midas y en pos de esa ciudad habrían podido venir los héroes o semidioses de la mitología griega o romana, pero sólo se atrevieron temerarios hombres de carne y hueso, entre los más connotados, el conquistador Diego de Ordaz, primero en remontar hasta el meta el Orinoco, dar referencias de él y bautizar con voz indígena autóctona a la región de Guayana; Anto­nio Sedeño, muerto en el intento, envenenado por una de sus esclavas; Diego Fernández de Serpa, gobernador de Nueva Andalucía, embosca­do y muerto por indios Cumanagotos cuando se dirigía con su expedi­ción hacia el Orinoco; Antonio de Berrío, primer Gobernador de Guayana; Walter Raleigh, el primero en escribir un libro sobre el "Descubrimiento, vasto, rico y hermoso imperio de Guayana", con una descripción de la áurea ciudad de Manoa; y, Manuel Centurión, segundo Gobernador des­de la Nueva Guayana de la Angostura del Orinoco, quien a mediados del siglo XVIII decidió vanamente los últimos intentos por dar con el fabu­loso Dorado que no pudieron hallar acá ni allá en el Occidente los gober­nadores Welser Ambrosio Alfinger, Jorge Spira, Nicolás de Federman y Felipe de Hutten, como tampoco el fundador de Bogotá, Gonzalo Jiménez de Quesada, explorando a lo largo del Magdalena ni menos Sebastián de Benalcázar, fundador de Quito y Guayaquil, quien se aproximó al Lago de Guatavita en la meseta de Bogotá.
Nada pudieron estos pro-hombres de la aventura y la conquista. Para ellos el fabuloso país de los Omaguas con su centro capital en Manoa, a la orilla del Lago Parima, custodiados, no por Dragones de cien cabezas como en el jardín de las Hespérides penetrado por Hércules para llevarse las manzanas de oro, sino por seres descomunalmente extraños como los Ewaipanomas pintados por Raleigh.
Quien más se afanó por buscar la ciudad de El Dorado desde Nueva Granada fue Antonio de Berrío, heredero por dos vidas de las Capitula­ciones de su tío político Gonzalo Jiménez de Quesada. Berrío realizó tres expediciones: la primera por el río Casanare y el Meta hasta llegar al Orinoco, pero sin pasar el Raudal de Atures; la segunda, cruzando los llanos de Casanare y Meta hasta la banda oriental del Orinoco; más la tercera, y definitiva, cubriendo toda la trayectoria del Orinoco hasta acam­par en la desembocadura del Caroní.
Este segoviano tomó posesión de Guayana el 23 de abril de 1593 des­pués de sus tres expediciones en once años y un gasto de cien mil pesos de oro, a través de su lugarteniente el Maestro de Campo Domingo de Vera Irbagoyen y el Registrador del ejército Rodrigo de Caranca. Desde aquí, luego de la fundación de Santo Tomás de Guayana el 21 de diciem­bre de 1595, se buscó y descubrieron los medios más fáciles de entrar y poblar la extensa y dilatada provincia incorporada al Reinado de España entonces en manos de Felipe II.
Después de las más penosas vicisitudes, hostilizada sin cesar por corsarios y piratas de países rivales de España, la ciudad en ciernes sobrevivió varias leguas más arriba frente a la Piedra del Medio, justamente en la parte más angosta del Orinoco y desde este centro capital los gobernado­res sucesores de don Antonio de Berrío fueron colonizando y consoli­dando la provincia olvidándose de la quimera o espejismo de El Dorado y afianzando su estancia social y económica en otras posibilidades.
El fraile Antonio Caulín, cronista de las Misiones y uno de los tres cape­llanes de la Expedición de Límites, no creía en El Dorado. Si fuera cierta esta magnífica ciudad y sus decantados tesoros -decía- ya estuviera des­cubierta, y quizás poseída por los holandeses de Surinam, para quienes no hay rincón accesible donde no pretendan instalar su comercio, como lo hacen frecuentemente en las riberas del Orinoco y otros parajes más distantes, que penetran guiados por los mismos indios que para ellos no tienen secreto oculto.
Tanto para Caulín como para los demás expedicionarios de límites, El Dorado era otra realidad que no alcanzaban a ver lo ilusos: La realidad de los ingentes recursos naturales de Guayana que debían explorarse y explotarse con la ciencia, la tecnología adecuada y el trabajo productivo. La Expedición de Límites traía, además de la misión oficial de demarcar fronteras, proyectos que tendrán relevancia en el tiempo.

Entre 1735 y 1743 aparece el hierro, un mineral que significará mucho en el porvenir de la región. Surge en una mina de Capapui de Upata y de la cual es enviada una muestra a la Corte de España junto con otras de oro y plata. Asimismo, aparecen en Angostura y del cual da cuenta el francis­cano Antonio Caulín en su Historia de la Nueva Andalucía. Los vesti­gios del mineral se localizan en un paraje de las inmediaciones de Angos­tura en cuyo sitio habrá de asentarse la capital de la provincia de Guaya­na: En este cerro se encuentra en abundancia una especie de piedra, que juzgo es la que llaman esmeril, muy parecida al mineral de hierro y que suplirá la falta de este metal para socorro de metrallas, si se fortificase aquel paraje, como se intenta y lo considero utilísimo para sujeción de las naciones pobladas, especialmente los Caribes, para contener el ilícito tra­to y comercio de éstos con los holandeses, que por descuido o gratifica­ción consiguiesen el paso franco en la Guayana; en fin, será de esta suerte la llave del Orinoco, con que se cerrará la puerta a los gravísimos daños que por ella entran, en perjuicio de ambas majestades, de que daré, si se ofreciese, evidentes pruebas.

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